
Una verdad que Winston Churchill comprendió con elegancia intelectual es que «La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás que se han intentado». Sin embargo, no anticipó que el mayor peligro no vendría de tiranos externos, sino del «precipicio de pasiones». Cuando la democracia se despeña por sus propios acantilados.
Con la misma inquietud que el León Inglés observaba el ascenso del totalitarismo y cómo las sociedades democráticas se acercaban peligrosamente al borde del despeñadero, no excavado por la razón, sino por la pasión desenfrenada.
La política se ha convertido en un campo donde las emociones más viscerales, odio, resentimiento, envidia, altanería, prepotencia, miedo tribal, sustituyen al debate racional, oxígeno de cualquier democracia que se precie.
Entendía -el parlamentario liberal, miembro de la Cámara de los Comunes- con claridad que gobernar requiere «sangre, sudor y lágrimas», pero también temple, juicio y, sobre todo, la capacidad de anteponer el interés nacional a la satisfacción inmediata del clamor popular. Presenciamos cómo algunos políticos se lanzan en picada hacia ese abismo, arrastrando consigo a los ciudadanos que, embriagados por la dopamina de la indignación constante, aplauden mientras caen y se hunden sin posibilidades.
Las redes sociales, ágora digital que prometía democratizar el debate, se han convertido en el mecanismo casi perfecto para la amplificación de los instintos más básicos. Cada «me gusta», compartir y comentario incendiario nos acerca más al borde. El premio Nobel de Literatura de 1953 decía que «un político debe ser capaz de predecir qué va a pasar mañana, la próxima semana, el siguiente mes, el año por venir, y luego explicar por qué no sucedió». Hoy, los líderes apenas y con mucho esfuerzo pueden mirar más allá del maruto, o del siguiente titular sensacionalista.
La emoción intensa que nubla el raciocinio se alimenta de tres corrientes peligrosas. La sustitución de la verdad por la narrativa emocionalmente satisfactoria, como la propaganda nazi, cuando la mentira se repite con suficiente convicción, puede adquirir el peso de veracidad. La balcanización del discurso público en tribus ideológicas impermeables, en el que, cada grupo habita su propia realidad alternativa. Y la impaciencia crónica, que rechaza soluciones complejas a favor de respuestas simples y apasionadas a problemas intrincadamente complejos.
El primer ministro y estadista, forjó su grandeza en la capacidad de mantener la cabeza fría cuando todo a su alrededor ardía. Enfrentó el mayor desafío existencial de la civilización occidental sin sucumbir al pánico ni a la desesperación paralizante. Hoy se necesita el mismo genio churchiliano, pero aplicado no contra enemigos externos sino contra nuestros demonios interiores.
La gran paradoja, es que el voladero atrae, caer por él resulta embriagador. Hay un placer oscuro en la indignación moral y ética, en la certeza absoluta, en declarar al adversario político no meramente equivocado sino malvado. En la política, rara vez hay blanco y negro absolutos; más bien, navegamos en «un océano de aguas turbias donde cada decisión requiere sopesar males menores».
¿Cómo retrocedemos del abismo? Recuperando el patriotismo genuino que a veces exige contradecir. Restaurando instituciones deliberativas donde prevalezca el argumento sobre el grito. Cultivando en nosotros y líderes la virtud cardinal que encarna el coraje de ser impopular cuando la razón lo demanda.
El precipicio no es un destino inevitable; es una elección colectiva. Los pueblos libres tienen la capacidad de rehacerse, aprender de sus errores, elevarse cuando todo parece perdido. Pero esa capacidad requiere voluntad consciente, disciplina cívica y dirigentes dispuestos a guiarnos lejos del abismo en lugar de empujarnos hacia él en busca de aplausos efímeros.
La democracia sobrevivirá solo si aprendemos, a domesticar las pasiones sin extinguirlas, canalizar el fervor hacia la construcción en lugar de la destrucción. El barranco nos espera. La elección es nuestra.
@ArmandoMartini