En la Venezuela de hoy, la política ha dejado de ser un espacio para la construcción de acuerdos y se ha transformado en un campo de trincheras permanentes. La polarización dejó de ser el resultado de un conflicto circunstancial para convertirse en una estrategia deliberada que atraviesa instituciones, medios de comunicación y redes sociales. Esta lógica no solo condiciona las decisiones de los actores políticos, sino que también moldea la percepción ciudadana, alimentando un clima donde el otro es visto como enemigo irreconciliable. La consecuencia más grave no es solo la imposibilidad de acuerdos, sino la erosión progresiva de la cultura democrática, que requiere del disenso como combustible y no como amenaza.
Esta dinámica, lejos de ser un fenómeno aislado, se conecta con tendencias que ya han sido descritas por pensadores latinoamericanos y europeos. El politólogo venezolano Moisés Naím, en La Revancha De Los Poderosos, advierte sobre una nueva generación de líderes que usan las reglas democráticas para vaciar de contenido la democracia misma. En su análisis, la polarización no es un efecto colateral, sino una herramienta de poder: al dividir la sociedad en bandos irreconciliables, los liderazgos concentran control, desactivan la vigilancia ciudadana y justifican medidas que debilitan las instituciones. Este patrón se refleja en Venezuela, donde tanto el oficialismo como ciertos sectores de oposición han caído en la trampa de pensar que la única forma de fortalecer su base es profundizar el antagonismo.
En la misma línea de reflexión, aunque desde una perspectiva más estructural, el chileno Norbert Lechner sostiene en la conflictiva y nunca acabada construcción del orden democrático que el consenso democrático no es un estado final, sino un proceso frágil que requiere aprender a convivir con el conflicto. Lechner plantea que la política no debe buscar eliminar las diferencias, sino procesarlas a través de acuerdos temporales y revisables. En nuestro contexto, esta idea cobra especial relevancia: la desconfianza instalada entre actores políticos ha convertido el diálogo en una rareza y las negociaciones en sospechas de traición. Se ha perdido la noción de que en democracia, pactar no significa ceder principios, sino reconocer que ningún proyecto nacional puede imponerse como verdad absoluta.
Desde Europa, la teórica belga Chantal Mouffe, en La Paradoja Democrática, introduce un matiz fundamental: la política necesita de la tensión entre adversarios para mantenerse viva, pero esa tensión debe canalizarse en un marco de reglas comunes. Su propuesta de “agonismo” —oposición legítima entre rivales que se reconocen mutuamente— ofrece una alternativa a la lógica de “antagonismo” que domina la política venezolana, donde el adversario es reducido a una amenaza existencial. El problema, en nuestro caso, es que la cultura política y el uso instrumental de la comunicación han borrado la posibilidad de un campo intermedio, asfixiando a quienes intentan pensar fuera de la narrativa binaria.
Las redes sociales, que podrían ser un espacio para ampliar la conversación pública, se han convertido en amplificadores de la polarización. El uso de algoritmos, campañas coordinadas y estrategias de manipulación emocional refuerzan prejuicios y dividen aún más el tejido social. El debate se degrada a confrontaciones rápidas, donde el insulto sustituye al argumento y la lealtad partidista se mide por la virulencia del ataque al otro. Esto no solo ahonda la brecha, sino que también normaliza un lenguaje político violento que condiciona la forma en que la ciudadanía percibe la realidad y a sus conciudadanos.
Frente a este panorama, insistir en que la polarización es inevitable es caer en un derrotismo funcional a quienes se benefician de ella. Lo que Naím identifica como manipulación estratégica, Lechner como ausencia de mecanismos para procesar el conflicto y Mouffe como degradación del adversario a enemigo, se conjuga en Venezuela en un mismo fenómeno: la renuncia a la política como espacio para la construcción colectiva. Superarlo exige reconocer que el consenso no es unanimidad, sino la capacidad de acordar en lo esencial para avanzar en lo urgente.
La salida pasa por lo que podría llamarse una política de puentes: construir espacios donde los adversarios puedan disputarse el poder sin destruir la institucionalidad ni excluir la pluralidad. Inspirados en los textos La Revancha De Los Poderosos, La Conflictiva y Nunca acabada Construcción Del Orden Democrático y La Paradoja Democrática, se trata de desmontar los incentivos a la polarización, rescatar la legitimidad del disenso y fomentar un agonismo productivo; en otras palabras, devolverle a la política su capacidad de ser un terreno de encuentro, donde la diferencia no sea una amenaza, sino el punto de partida para la convivencia democrática.
@freddyamarcano