El hombre que vivió 61 días enterrado en un ataúd: comida por un agujero, un balde como inodoro y un final triste
19 Nov 2025, 17:17 5 minutos de lectura

El hombre que vivió 61 días enterrado en un ataúd: comida por un agujero, un balde como inodoro y un final triste

Por La Patilla

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Michael Menay pasó 61 días acostado en un ataúd bajo tierra

 

La ceremonia había comenzado en medio del bullicio y el humo de Kilburn, el barrio londinense en donde los irlandeses eran mayoría. Aquella tarde de febrero de 1968, ningún espectador esperaba una función de ilusionismo ni la resurrección de un santo. Michael Meaney descendió voluntariamente a un ataúd de madera, dispuesto a permanecer confinado bajo tierra durante 61 días con la esperanza de volver a la superficie convertido en leyenda y millonario.

Por infobae.com

Kilburn, ese pequeño Dublín extraterritorial, hervía de expectación junto al pub local. Una estructura improvisada de andamios, martillada por obreros sin demasiado oficio en la carpintería, rodeaba el lugar donde reposaría Meaney. La caja había sido decorada con una bandera irlandesa, con una foto de su hija y un crucifijo. Los medios de comunicación británicos, los pubs y las mentes de los parroquianos se llenaban entonces de una sola pregunta: ¿por cuánto tiempo puede un hombre sobrevivir enterrado vivo por propia elección?

La prisa por la fama

Michael Meaney llegó a Londres desde el noroeste de Irlanda, hijo de agricultores, impulsado por la ruda economía doméstica y el mito de que en la capital británica hasta un obrero podía reinventarse. La vida de Meaney estaba marcada, antes del ataúd, por la pobreza del campo y la rutina del trabajo manual. Desempleado por meses, necesitado de ofrecer algo que le diera de comer a su familia, escuchó por casualidad un rumor de moda en esos años.

La época celebraba a los hombres capaces de sobrevivir días enteros bajo tierra, entre rumores de premios económicos colosales y giras internacionales. Meaney vio pasar el tren de la oportunidad cuando, en la barra del pub, un conocido presumió de haber sobrevivido a una “sepultura voluntaria” de 33 días en una apuesta. “Yo podría hacerlo el doble”, comentó Meaney, más como desafío que como promesa.

Las palabras quedaron como una nube densa sobre su vida cotidiana. Alguien las escuchó. El boca a boca actuó como una maquinaria imparable y pronto la prensa local se interesó por “el irlandés que se iba a enterrar más tiempo que nadie”.

La decisión fue tomada con prisa y, quizás, aturdido por los tragos compartidos: “Sólo pensé en el dinero. Cualquier cosa con tal de sacarnos de la miseria”, confesaría después.

—¿Estás seguro de lo que estás haciendo? —le preguntó su esposa, Ellen, pocos días antes del encierro.

—Si no lo hago yo, nadie va a venir a darnos nada —respondió Meaney, con una mezcla de amargura y orgullo. El gesto, tosco y definitivo, anticipaba la obstinación con la que resistiría en el interior de la caja.

La ingeniería del encierro

El ataúd no era más que una caja reforzada, donde apenas cabía un cuerpo tendido. Dos tubos emergían hacia la superficie: uno para comunicarse con el exterior y recibir la escasa luz de una bombilla y el otro para la ventilación. A través de un pequeño orificio le pasarían la comida: carne enlatada, pan, agua y una vez por semana, el anhelado paquete de cigarrillos. La higiene era una trivialidad ignorada por los organizadores. El hombre usó un balde como inodoro.

La ceremonia de la inhumación fue mitad espectáculo, mitad rito sagrado. Los espectadores observaban con una mezcla de encanto morboso y admiración supersticiosa.

La caja de Meaney descendió sobre un lecho de tierra y cemento. Los trabajadores sellaron la losa con rapidez. Encima, una placa transparente permitiría, en teoría, vigilar su estado. El acto era transmitido en vivo por la radio local y la primera noche, el pub reunió multitudes que brindaban por la valentía—¿o la locura?—del compatriota.

“Nunca olvidaré el momento en que la tapa del ataúd se cerró. Fue entonces cuando sentí que cruzaba un umbral, y no estaba seguro de si querría volver”, relataría Meaney años después, al recordar aquellos primeros minutos de encierro.

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