En el contexto venezolano, referirse a “una reconstrucción” puede resultar insuficiente. En particular el sistema de salud, requiere de una visión que se inicie desde los cimientos. Más que una restauración de estructuras obsoletas, replantearse un diseño a partir del propio “suelo”, es inobjetable.
Al revisar la doctrina sanitaria que ha imperado en Venezuela desde mediados del siglo pasado; analizando sus bases legales, políticas y económicas, sumadas a la práctica anarquizante de los últimos tiempos, se destacan los siguientes paradigmas que han modelado su fracaso:
El primer paradigma, es el de un derecho a la salud garantizado por el Estado. Esto se aplicó de forma dogmática, derivando en una grave distorsión: donde un gobierno (no el Estado como cuerpo institucional) se constituyó como rector, regulador, financista, contralor, promotor y operador único del sistema.
Esta grave distorsión fue tolerada y normalizada, con la coexistencia de dos sistemas de salud en la práctica: uno público, sustentado en la promesa estatal, y una red privada que absorbía la población no cubierta. Si el Estado rector delegaba de facto la asistencia de una parte de la población a un circuito comercial, cabe preguntarse: ¿ese Estado realmente aseguraba y asegura el derecho universal a la salud?
Las decisiones políticas internas relativas a una industria petrolera nacionalizada y manejada por el Ejecutivo, así como los eventos externos del mercado energético, fueron determinantes. Esta dependencia de una única fuente de ingresos, inherentemente volátil y sujeta a la base ideológica particular de redistribución, generó un patrón cíclico de épocas de bienestar, crisis presupuestaria y, finalmente, el colapso actual, evidenciando la fragilidad estructural del modelo de sostenibilidad económica. Dicho impacto se sintió en la red pública, financiada directamente por el Estado, y en la red privada, financiada indirectamente por las ganancias de la producción petrolera.
Finalmente, se encuentra la influencia partidista constante y la corrupción generalizada, que conlleva a una desidia en la planificación, en la administración y la gestión. Si bien la corrupción no fue un flagelo inoculado intencionalmente desde los inicios, ha sido abonado por la impunidad, la nula rendición de cuentas y la falta de transparencia.
Una práctica que resume décadas de este problema, y que hoy es ostensiblemente evidente, es la intermediación directa de funcionarios (alcaldes y gobernadores), para “solventar” situaciones de salud crítica de personas afectadas. Que este manejo particularizado se presente públicamente como un gran “éxito de gestión”, es la prueba más clara de que el sistema es inoperante e inexistente, y que existe una nula capacidad para implementar políticas públicas de salud universal.
Comprender estas características y sus efectos más dañinos, es el paso inicial. Cualquier actuación para diseñar un sistema de salud con cobertura universal, debe confrontar de manera frontal y firme estas fallas históricas y amenazas estructurales. Solo así se podrá aspirar a crear una organización sanitaria eficiente, beneficiosa y confiable.
ABRAHAM SEQUEDA @abrahamsequeda