Imaginemos por un momento un escenario inverso: que el presidente Donald Trump, en plena Plaza Bolívar de Bogotá, tomara un megáfono para lanzar un discurso pro-Israel. Que acusara a Gaza y en particular a Hamas de ser “terroristas genocidas”. Que, además, arremetiera contra el presidente de Colombia y llamara a los militares a desobedecer las órdenes de Gustavo Petro.
¿Qué ocurriría en América Latina y en el mundo?
No hace falta mucha imaginación para prever el escándalo. Los presidentes de izquierda levantarían inmediatamente la voz:
• Venezuela, Cuba y Nicaragua acusarían a Trump de injerencista y de promover un golpe de Estado.
• Bolivia y Chile hablarían de violación a la soberanía y del irrespeto a la autodeterminación de los pueblos.
• Rusia lo denunciaría en foros internacionales como un acto de imperialismo descarado.
• La ONU, la OEA y decenas de ONG sacarían comunicados urgentes condenando el atrevimiento, hablando de peligro para la democracia colombiana y de una provocación intolerable.
La plaza Bolívar ardería en titulares y protestas. La narrativa del “imperialismo norteamericano” volvería a retumbar en cada rincón del continente.
La incoherencia de Petro
Sin embargo, ese mismo libreto parece no aplicarse cuando es Gustavo Petro quien, en Nueva York, actúa como agitador callejero frente a la sede de Naciones Unidas. Con un megáfono en mano, Petro llama a formar ejércitos internacionales, a desconocer a Estados Unidos, e incluso exhorta a los soldados de ese país a desobedecer a su propio presidente.
Lo que en boca de Trump sería calificado de intervención inaceptable, en boca de Petro se disfraza de “progresismo” y de “defensa de los derechos humanos”. Pero en realidad no es más que un acto de populismo canallesco, desesperado y carente de sustancia, una puesta en escena diseñada para arrancar titulares y buscar protagonismo en medio de su desgaste interno.
Diplomacia agotada
Petro divaga, improvisa frases inconexas, pretende encender pasiones sin ofrecer soluciones concretas. Representa lo más bajo de una diplomacia latinoamericana desgastada, la diplomacia del insulto y de la pancarta. Una diplomacia que, en lugar de tender puentes, se complace en derribarlos; que en lugar de elevar el nivel del debate internacional, lo arrastra a la calle y a la consigna.
Lo que ayer parecía un presidente buscando ocupar un espacio global, hoy se revela como la caricatura de un agitador atrapado en sus contradicciones: un jefe de Estado que actúa como un activista, y que en su afán por ganar protagonismo termina exhibiendo, ante el mundo, la impotencia de su propio gobierno.
Si Trump en Bogotá sería visto como un intruso peligroso, Petro en Nueva York no merece otro calificativo distinto: una injerencia grotesca, un populismo desesperado y un espectáculo indigno de un jefe de Estado.
Las palabras de Petro no construyen; incendian. No suman; dividen. Y, sobre todo, no representan a Colombia, sino únicamente a un presidente que ha decidido convertir la diplomacia en una tarima de mitin.