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La llamada antipolítica constituye una absurda práctica y una seria perspectiva de análisis para comprender la crisis y no sólo respecto a su actualidad, sino a los propios orígenes de finales del siglo XX. No debe extrañar que explique el problema universitario, presumiendo por siempre la asunción de responsabilidades de la comunidad a través de las autoridades, profesores, estudiantes, empleados, obreros y jubilados efectivamente agremiados.
La primera estupidez consiste en suponer que la solución del problemario (porque a estas alturas nadie nos asumirá en medio de una circunstancial anécdota), pasa acaso por la exclusiva concienciación, consideración y acción individuales, en lugar de la eficaz organización social de quienes hacen vida en nuestras casas d estudios. La segunda estupidez, obliga a creer a ciegas que la sola denuncia de esos complejos problemas, afecta la imagen corporativa de la institución que no importa que haya dejado de serla, suscitando las diligencias privadas de quienes se estiman o pueden estimarse como los notables de la entidad educativa, por supuesto, con un peregrino ruego por la atención de las autoridades, porque todo concierne a las élites del momento, las que tratan de una materia más de naturaleza estrictamente técnica, digna de negociación entre los aristócratas del aula y que, Dios nos libre, es absolutamente contraria a la política y quien dice política, dice partidos.
Luego, la universidad deviene conglomerado de extraterrestres privilegiados por el sólo hecho de la matriculación qe no agradecen, a cargo de los más iluminados y, así como no debería celebrarse elección alguna para las autoridades, son mal vistas las representaciones votadas de cada gremio y el gremio mismo. Esto es política y, quien dice política, con Ludwig Wittgenstein por delante, dice partidos. Sin embargo, la fórmula no ha funcionado y, lo que es peor, ha reforzado las reglas impuestas en el presente siglo.
A título de ilustración, hubo un rectorado magnífico por muchos años en la Universidad de Carabobo y, ahora que hay un evidente conflicto en su seno, acumulada una amarga experiencia, no queda otro camino que convocar a las elecciones rectorales que, con todas sus fallas y defectos, se realizaron – por ejemplo – en la Universidad Central de Venezuela. O, en la Universidad Simón Bolívar, con la salvedad del profesorado, los diferentes y temerosos gremios han apostado a esas diligencias personales que los notables hicieron dizque para mantener el prestigio de la casa de estudios, sin que pudieran impedir la permanencia de cuatro años de las autoridades interventoras que estuvieron en el deber legal de realizar los comicios, enmudece ante la falta de presupuesto, e incurren en la confiscación práctica de la Casa del Profesor; por cierto, mientras que la representación de los egresados publicita los “hermosos jardines”, aunque el cromo-vegetal diseñado nada más y nada menos que por Carlos Cruz Diez está en ruina, jamás denunciado, como tampoco las terribles condiciones del Galpón de Biología. Necesario acotar, convocar a elecciones en una u otra casa de estudios es hacer política, e, inevitable, política partidista.
Ahora, se acercan las elecciones en la Universidad de Los Andes, promisorias, pero lucen como un secreto a voces: sería la mayor estupidez, esta vez, subestimar su impacto reivindicatorio de la sociedad civil organizada que claro, no faltaba más, es política de la más pura estirpe y, tal parece, querido Watson, están metidos los partidos, como si todos ellos gozaran de buena salud en el consabido e ineludible contexto actual por lo que respecta a la oposición. Entonces, ¿qué se hace agotada la antipolítica, el antipartidismo, el contra-civismo? Suponemos que hacer política y de la buena, en la justa dimensión de la sociedad civil, de la civilidad y del patriotismo, porque los partidos (¡descubran América, infames!) tienen sus espacios muy específicos y especializados que luchan todavía por reivindicar.
