Las dictaduras rara vez mueren por asfixia, sobreviven gracias a la complicidad interna, a la traición que acecha en las sombras. El verdadero peligro no está en uniformes ni palacios de poder, sino en la cobardía de quienes, bajo el disfraz de la sensatez, ofrecen “transiciones” que terminan siendo traiciones. Un engaño orquestado que, desde dentro, afilan sus dagas para clavar la espalda de la esperanza. Distinguir entre quienes luchan por la libertad y los que pactan su prolongación se convierte en un reto decisivo.
En regímenes autoritarios, el mayor riesgo no siempre proviene de la represión abierta, sino de la ilusión de cambio. Es la promesa de “transiciones” pactadas, negociaciones interminables y normalizaciones que, no abren puertas hacia la libertad, sino que consolidan la permanencia, son la prolongación calculada del statu quo. No es más que el mismo festín de buitres.
Los acuerdos a medias, rara vez, producen democracia real. En nombre del pragmatismo, se han entregado espacios ficticios, curules fraudulentas y gestos de fachada que no transformaron las estructuras esenciales del poder. Hoy, ese libreto amenaza con repetirse. La esperanza mal entendida es tan peligrosa como la desesperanza. Este no es el principio del fin; apenas es el fin del comienzo.
El veneno de la cordura que utilizan ciertos actores políticos, religiosos y económicos disfrazados de racionalidad, promueven estrategias que equivalen a rendir y entregar el mandato ciudadano conquistado en las urnas. Toxina que diluye la legitimidad popular en pactos de conveniencia.
La historia enseña que las dictaduras no se desmontan mediante coloquios diplomáticos, sino con la transformación profunda de las fuerzas que las sostienen. La estructura militar, la burocracia corrupta, los partidos oportunistas y sectores empresariales que prosperan bajo cualquier patrono. Confiar en que, se convertirán espontáneamente en guardianes de la democracia es ingenuo y, en el peor de los casos, suicida.
Frente a este escenario, una encrucijada; los liderazgos que han mantenido firmeza y resistencia frente a los intentos de cooptación hacia la domesticación. Aparecen los rostros de siempre que emergen de las tinieblas no como salvadores, sino enterradores de la victoria del 28 de julio. Son los “normalizadores”, arquitectos de las ruinas que ahora se venden como constructores del porvenir. Aseguran que nadie puede sin ellos, que sus equipos son los mejores, y que los demás no tienen posibilidades. Son los Quisling venezolanos, sutiles en el arte corrosivo de sembrar dudas y dividir. Su recompensa, adjudicaciones fraudulentas, prueba irrefutable de su mezquindad y criterio antidemocrático. Pretenden entregar en una mesa de negociación lo que el pueblo conquistó en el sufragio.
A su lado, cómplices y encubridores esperan su oportunidad. Burocracia corrupta, comerciantes saqueadores, partidos zamuros olfateando la carroña para engullir. No desaparecerán, cambiarán de chaqueta, y buscarán prosperar bajo nuevos patronos.
Frente a esta conspiración dos figuras, la firmeza inquebrantable de María Corina Machado, quien mantuvo y mantiene en alto la antorcha de la resistencia cuando estos mismos que ahora intrigan cedían o callaban, y la manipulación que intenta ejercerse sobre Edmundo González Urrutia, endulzándolo con promesas para convertirlo en marioneta de ambiciones cortesanas.
La transición autentica, será un proceso arduo, amargo, riesgoso, que exigirá extirpar y reconstruir las instituciones desde la raíz. La historia ofrece una advertencia. César no cayó por los bárbaros externos, sino por los senadores que compartían su mesa. Las traiciones suelen provenir de los aliados más cercanos. La tensión entre convicción y claudicación marcará el rumbo.
El pueblo tiembla de rabia y conciencia. La libertad no se construye con peroratas, se funda con instituciones sólidas y decisiones difíciles, tomadas con determinación inquebrantable. La indecisión es hermana de la derrota. Que nadie espere clemencia del destino. El camino será duro, pero será grande, si nos atrevemos a mirar de frente y denunciar a los enanos que se visten de estadistas, entonces, y solo entonces, se podrá reclamar un amanecer digno. Es el momento de elegir entre los leales y los traidores.
El dilema no es entre dictadura y democracia, sino entre firmeza y rendición, entre una transición genuina y otra fabricada para perpetuar el sistema. El futuro de un país no se asegura con lamentos ni ilusiones, sino con disciplina, coraje, abnegación y la convicción de que la libertad vale cada gota de sacrificio. La comunidad internacional haría bien en leer entre líneas. No toda “negociación” es avance, ni todo “acuerdo” significa democracia. Muchas veces es exactamente lo contrario. La antesala de la derrota.
@ArmandoMartini