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En nuestro dis-locado país andamos todos con planos y planes que parecen ser absolutamente distintos, confrontados. Aquella utopía de la unificación vuelve a convertirse en inaprensible. Pareciera, insisto, pareciera que no concordamos prácticamente en nada.
Nos unifica a la mayoría, especialmente trabajadora, o dependiente de pensión o jubilación, la situación económica, la depreciación de la moneda, el valor cambiante a diario del dólar, el costo de los alimentos y servicios, de la gasolina. Un día a día que nos han impuesto como indispensable para no pensar casi en nada más o estrictamente en nada más. ¿Cuánto cuesta un pan? ¿Pagaron el bono? ¿Qué podre comprar con eso? ¿Llegará la bolsa? ¿El pasaje alcanzaré a pagarlo? ¿Tengo efectivo? ¿Qué podre llevarle a los niños, a la pareja? Y así…
Las palomitas en el aire no son preocupación cotidiana de la mayoría. Si acaso unos minutos para preguntar: ¿Será hoy? ¿Será? ¿Ya se fue? ¿Se irá? Y listo. La vida transcurre con un sorprendente exceso de normalidad. La angustia por la existencia no es filosófica, en el sentido del absurdo de la vida o qué se yo cual otra abstracción. La angustia de la existencia, de la vida palpable, es que haya servicios funcionando, el agua, la electricidad, el internet, sobre todo el internet, para buscar montar algo jocoso, atractivo o para deleitarse viendo redes simpáticas. ¿Ahuyentados del acontecer? ¿Evasión discreta? Sobrevivencia llaman esto. No más.
Así, importa poco lo demás: pajaritos preñados o sin preñar. Por ampulosos que sean los programas televisivos, las acciones dentro y fuera del país, por teatrales o magníficas que quieran hacerlas notar, resulta complicado sacar a la mayoría de los ciudadanos de sus rutinas diarias en procura de la atención suya y de los suyos, de la elementalidad. Si no hay profesores o los maltratan con pagos ínfimos, súperinfimos, no importa. Yo tengo el mío, y hay clases y yo voy. Y algún día me graduaré para irme a hacer taxi o fuera del país. No importa. Más nada importa. Lo mío y lo de los míos. El egoísmo exacerbado por obligación. No culpo a nadie. Así diseñaron este sistema.
De este modo, quienes creen de uno u otros lados que ya han llegado al «corazón del pueblo», están más pelados que rodilla de chivo viejo. No existe en este momento atención política que acuda a los niveles más elementales de la precariedad cotidiana. Casi nada importa. Existe un apartarse si algo cae. Y seguir. Seguir adelante. Sin saber hacia donde ni como. Como manadas sin direccionalidad. Como atolondrados por una especie de droga de la cotidianidad, por encima de absolutamente todo. La comprensión política de lo que ocurre en este momento requiere un especial bisturí. Todo lo demás son escarceos insignificantes. Amenazas de esto o de aquello, incluso acciones dramáticas, pasan desapercibidas. El replanteo debe ser inmediato. Inmediato.