
Hay amistades que no se anuncian: se construyen despacio, entre luchas comunes, entre jornadas largas y convicciones compartidas. La que me unía a Alfredo Díaz nació hace muchos años, desde la vida política, pero pronto trascendió lo estrictamente partidista. Alfredo no era simplemente un compañero de ruta: era un amigo de verdad, de esos que llegan para quedarse, de los que sostienen la palabra, de los que entienden que la política cuando es auténtica, es un espacio para la fraternidad y para el servicio. Esa amistad hoy duele, pero también ilumina.
Alfredo fue un luchador social en toda la extensión del término. Su vida pública se levantó desde la calle, desde el encuentro cotidiano con la gente de Nueva Esparta, desde la convicción de que la representación popular no es un privilegio sino una responsabilidad. Nunca dejó de caminar los barrios, de escuchar a la gente, de tender la mano incluso cuando las circunstancias eran adversas. Tenía una visión profundamente humanista: entendía la política como un espacio para aliviar dolores, no para generarlos; como un puente, no como un arma.
Ocupó cargos de representación popular con la entereza de quien sabe que el liderazgo no se impone, se construye con la gente. Su trayectoria se formó sobre las bases de la socialdemocracia, esa escuela que nos enseñó a muchos a creer en la mezcla virtuosa entre justicia social, libertad política y dignidad humana. Alfredo era, en su esencia, un hombre de Acción Democrática: creyente firme de la democracia, de las libertades públicas, del equilibrio entre Estado y ciudadanía, del país de derechos y deberes que tantas veces hemos soñado.
Esa formación no era un discurso aprendido: era una práctica diaria. Alfredo defendía sus ideas con serenidad y firmeza, sin estridencias innecesarias, pero con una convicción que contagiaba. Tenía claridad sobre el país que merecemos y sobre la necesidad de construirlo desde la honestidad política, desde el respeto al adversario y desde la solidaridad con los más vulnerables. Por eso donde llegaba, Alfredo dejaba huella. Y por eso hoy su ausencia pesa tanto.
Su partida, en circunstancias tan duras y dolorosas, no solo golpea a quienes le queríamos: golpea a una sociedad que necesita referentes éticos, que necesita recordar que la política puede ser decente, cercana y comprometida. Alfredo encarnaba ese tipo de liderazgo que hoy parece escaso: un liderazgo que no se alimentaba de la confrontación sino del servicio; que no buscaba figurar, sino transformar; que entendía que la verdadera autoridad nace del respeto, no del poder.
Quienes lo conocimos sabemos que Alfredo no se detenía ante la injusticia. Sabemos que enfrentó cada obstáculo con serenidad, sin odio, con la tranquilidad de quien está del lado correcto de la historia. Su legado no se agota en sus cargos ni en sus discursos: está en su coherencia, en su lealtad, en su compromiso con la gente de su tierra y con la democracia que defendió hasta el último día.
Hoy, con el pesar de su ausencia, me queda la certeza de que Alfredo fue, antes que todo, un buen hombre, un buen padre, y un buen venezolano. Un hombre que entendió que la política es un acto moral. Un hombre que supo escuchar, acompañar, tender puentes y sostener principios sin miedo. Un hombre cuya vida merece ser recordada con respeto, con gratitud y con profunda admiración.
Nueva Esparta pierde a un servidor noble. Acción Democrática en Resistencia pierde a un militante ejemplar. Y yo pierdo a un amigo. Pero Alfredo deja algo que no se pierde: un ejemplo. Y ese ejemplo —su ejemplo— es el que hoy debemos honrar. Porque las causas que él defendió siguen vigentes, porque sus luchas siguen abiertas y porque su memoria nos reclama estar a la altura.
Descansa en paz, hermano.
Tu vida, tu lucha y tu amistad siguen con nosotros. Tu legado no se apaga.
@freddyamarcano