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Gustavo Petro habló de “vientos de cambio” que recorren América Latina.
No es una metáfora inocente. Es la voz de quien empieza a sentir el frío del final.
Tras una cadena de derrotas de la izquierda en el continente —desde el cambio político en Argentina, Ecuador, Bolivia y Honduras, hasta el giro en Chile y el desgaste acelerado de los proyectos socialistas— el presidente de Colombia parece haber puesto, por fin, sus barbas en remojo.
El discurso épico ya no alcanza.
Invocar la espada de Bolívar, resucitar la Gran Colombia y llamar a una resistencia continental suena menos a un proyecto de futuro y más a un refugio retórico frente a una realidad adversa.
Petro sabe que su tiempo en el poder se acorta y que el viento regional ya no sopla a su favor.
América Latina está cambiando, cansada de promesas incumplidas, de polarización permanente y de regímenes que confundieron la destrucción y el saqueo con la gestión.
Cuando el presidente colombiano habla de amenazas que vienen “por el sur y por el norte”, en realidad describe su propio fracaso.
La mística bolivariana, tantas veces utilizada para justificar alianzas fallidas y silencios incómodos frente a dictaduras, ya no moviliza mayorías.
La historia no se detiene por decretos ni por consignas.
La Gran Colombia pertenece a la historia, no al tablero geopolítico del presente.
Bolívar, símbolo de libertad, difícilmente puede ser utilizado para blindar proyectos que llegan agotados, tras el desastre político y económico provocado por Chávez, Maduro, Fidel Castro y otros regímenes de naturaleza similar.
Petro lo intuye. Por eso eleva el tono, dramatiza el contexto y llama a resistir.
Pero cuando un presidente gobierna mirando el reloj y hablando en clave de despedida, el problema no son los vientos: es que su ciclo terminó.
