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Fue la tercera piloto de Venezuela y segunda formada en el país, sobrevivió a un accidente mortal y abrió un camino inesperado para las mujeres en la aviación nacional
El motor sonó primero como un reto. Fue un rugido áspero, metálico, casi desafiante. En la pista de tierra de Palo Negro, aquella joven de trenzas oscuras observó el aparato con una mezcla de respeto y deseo frenético. A un costado de la pista, algunos estudiantes murmuraban: “las mujeres no vuelan”, como si el cielo debiera tener dueño.
Pero cuando la hélice comenzó su giro definitivo, la muchacha —con actitud desafiante— subió a la cabina sin esperar permiso. Ese día, más que un vuelo, estaba poniendo en marcha una insurrección silenciosa.
Aquella escena ocurría en un momento en que Venezuela todavía no había permitido que ninguna mujer realizara un vuelo “en solitario” en su propio territorio.
La aviación era un círculo estrecho y profundamente masculino; las escuelas estaban dirigidas por oficiales, la disciplina era militar y la idea de una mujer al mando de un aparato se recibía con extrañeza o abierta resistencia.
Sin embargo, allí estaba Luisa Elena Contreras Mattera, nacida el 2 de diciembre de 1922 en Queniquea, estado Táchira, retando los mandamientos no escritos de un país que aún no terminaba de entender los alcances de la modernidad.
La muchacha que llegó desde las montañas
Su mundo original era el de las montañas frías, los amaneceres de niebla y los caminos de tierra. Hija de Custodio Contreras y de la napolitana Rosa Mattera, Luisa Elena creció en un hogar de ocho hermanos marcado por el rigor, la disciplina y el trabajo. Su acercamiento al mundo de la aviación no fue casual: fue su hermano Elías, piloto de la aviación militar, instructor de vuelo con tan solo 21 años y pionero de la aeronáutica venezolana, quien le abrió el camino hacia el vértigo del aire. Su muerte trágica en un accidente aéreo no apagó aquella influencia temprana; por el contrario, afianzó en Luisa Elena la determinación de continuar el rumbo que él había trazado.
Cuando decidió hacerse piloto, Venezuela era un país que aún debatía su relación con el futuro. Para poder inscribirse en la Escuela de Aviación Civil Miguel Rodríguez, en Maracay, envejeció su edad en los papeles y se presentó ante un grupo de instructores acostumbrados a formar hombres, no pioneras. Allí comenzó a abrirse espacio en un ambiente hostil donde las mujeres eran vistas como visitantes ocasionales, no como aviadoras.
Apenas cuatro horas después de iniciar su instrucción, realizó su primer vuelo sin acompañante. Acumulaba destrezas tan rápido como sorprendía a quienes la rodeaban. Pero en la aviación, cada avance tiene su sombra, y la suya llegó en forma de accidente.
Al hospital a punto de morir
Durante una práctica acrobática en Palo Negro, el aparato perdió estabilidad y se precipitó. Sufrió lesiones devastadoras: pasó tres días en coma y tres meses hospitalizada con múltiples fracturas. Los médicos recomendaron que no volviera jamás a una cabina. A ella no le interesó esa recomendación. Regresó. Caminó de nuevo la pista. Y continuó.
En julio de 1943 obtuvo su licencia de Piloto Civil y Acrobática, y en octubre recibió su certificado de piloto de 2.º grado, una hazaña notable para una mujer en una época que apenas comenzaba a aceptar la idea de que ellas podían ocupar esos espacios.
La tercera piloto de Venezuela
La historia de la aviación femenina en el país quedó delineada por tres nombres fundamentales. La primera fue Mary Calcaño, pionera absoluta, quien obtuvo su licencia en Estados Unidos en 1939. La segunda fue Ana Luisa Branger, quien marcó un hito al convertirse en la primera mujer en graduarse como piloto en Venezuela en 1942. Y a ellas se sumó, en 1943, Luisa Elena Contreras Mattera, quien completó su formación en territorio nacional, convirtiéndose así en la tercera mujer piloto del país y en la segunda formada íntegramente en Venezuela, según investigaciones del historiador y escritor Fabián Capecchi, especialista en temas aeronáuticos.
Ese lugar no es un simple registro cronológico: es la llave para entender su trascendencia. En tiempos de estrechez cultural, cuando las mujeres debían justificar su presencia en cada hangar, Luisa Elena se ganó su asiento con disciplina y riesgo. También es reconocida como la primera mujer que voló sola en Venezuela, hito espiritual y simbólico que la consolidó como pionera.
Una Venezuela que también buscaba elevarse
El país que vio crecer su carrera era una Venezuela en tránsito. Venía del fin de la larga dictadura gomecista, avanzaba hacia la modernización tecnológica y recibía influencias inéditas gracias al auge petrolero y a la inmigración. La aviación civil estaba en construcción: reglamentos, escuelas y rutas empezaban a definirse, muchas veces improvisadamente. La presencia de mujeres en este territorio no era usual; tampoco bien recibida.
En ese clima social conservador, Luisa Elena actuó como un punto de ruptura silenciosa. No militaba en discursos, pero su sola existencia como piloto era un acto político, técnico y cultural. Demostraba que el país podía ir más allá de sí mismo.
Una vida que encontró su propio homenaje
Tres años antes de su muerte, el 29 de septiembre de 2006, Día de la Aviación Civil, el Instituto Nacional de Aeronáutica Civil le rindió un merecido homenaje en el Museo Aeronáutico de Maracay.
Junto a ella estuvo Harry Gibson, uno de sus compañeros de la Escuela Miguel Rodríguez. La distinción le fue entregada por el general Giuseppe Yoffreda.
Luisa Elena Contreras Mattera falleció el 27 de septiembre de 2006 en su natal Queniquea. Tenía 84 años. Su historia, sin embargo, permanece como una de las más intensas, discretas y fundamentales en la historia nacional y sobre todo, en la memoria aérea de Venezuela.
El eco de un ala que nunca cayó
Si uno observa un vuelo al amanecer sobre Maracay, puede imaginarla allí, en ese ruido firme que corta la atmósfera. Con el ceño decidido, manos pequeñas pero disciplinadas, y una fe obstinada en que el cielo no debía tener género.
El país cambió, las rutas cambiaron, los aviones cambiaron. Pero una parte del viento sigue siendo suyo. Al mirar hacia arriba, todavía es posible escuchar el eco de aquella tachirense que se negó a quedarse en tierra y que, sin proponérselo, ayudó a abrir un espacio para todas las que vendrían después.




