La odisea de la mujer que perdió el amor de su vida y estuvo 41 días a la deriva en alta mar a bordo de un pequeño velero
24 Nov 2025, 11:08 4 minutos de lectura

La odisea de la mujer que perdió el amor de su vida y estuvo 41 días a la deriva en alta mar a bordo de un pequeño velero

Por La Patilla

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Tami Oldham junto a su novio Richard Sharp

 

La noche antes del desastre, Tami Oldham Ashcraft se aferró al mástil mientras el cielo se plagaba de nubarrones negros. La chica miró al cielo y no entendía lo que pasaba. Su odisea recién empezaba. La joven pasaría 41 días sola, a la deriva, sin motor, sin velas y con la memoria y la cordura en la cuerda floja en pleno océano Pacífico.

Por infobae.com

Fue en septiembre de 1983 cuando Tami Oldham y su prometido, Richard Sharp, zarparon de Tahití rumbo a San Diego. Dos figuras diminutas sobre un velero de doce metros, el Hazaña, cargado con víveres y mapas para la travesía. Tami tenía 23 años y Richard 34. Eran, a su modo íntimo, inseparables: él, un británico experimentado y magnético. Ella, una estadounidense de espíritu libre fascinada por la vida náutica. Su historia transcurría entre la sal de los labios y la piel tostada por el sol. En aquel entonces, el horizonte solo prometía aventuras.

“Si tomamos la ruta norte, bordeamos las tormentas tropicales”, le había dicho Richard, desplegando la carta con gesto seguro. “Suena como si estuvieras apostando”, respondió Tami, en broma. “Es el mar. Todo aquí es una apuesta”, cerró el hombre.

El monstruo invisible: el huracán Raymond

El 12 de octubre de 1983, el huracán Raymond apareció como un animal colosal desatado en el Hemisferio Norte, con vientos de más de 225 kilómetros por hora, capaz de desgarrar mástiles de veleros como si fueran escarbadientes. Mientras otros navegantes buscaban refugio, Richard y Tami decidieron seguir.

La noche cayó densa, angustiante. El barómetro avisó demasiado tarde. Raymond no ofrecía pactos. La tormenta se abalanzó sobre el Hazaña.

“¡Agárrate!“, gritó Richard. ”No te sueltes”, afirmó Tami, aferrada a los restos del timón.

Un golpe seco, como el puño de un titán, hizo que Tami saliera disparada contra una pared de fibra de vidrio. El caos duró segundos, después solo hubo negro. Cuando abrió los ojos, el sol ya había convertido la catástrofe en silencio. Richard había desaparecido.

La soledad brutal: sobrevivir a la deriva

Nadie está preparado para despertar sobre un océano desierto ni para la certeza helada de la pérdida. Tami descubrió la cubierta del Hazaña destrozada: mástil roto, motor inutilizable, radio arrancada de cuajo. Intentó llamar a Richard durante horas, gritando su nombre sobre las olas, hasta quedar afónica.

Los primeros días los recuerda nublados. Un reloj de pulsera colgado de una litera marcaba las horas mientras el agua potable escaseaba y los víveres comenzaban a pudrirse bajo el calor tropical. Sabía que la esperanza de rescate era mínima. El Hazaña había quedado a la deriva a más de mil millas náuticas de tierra firme.

En ese trance donde la voluntad oscila entre la rendición y la rabia, Tami optó por vivir. Se obligó a seguir el compás de una rutina elemental: revisar las provisiones, intentar reparar la radio, improvisar una vela con una vara de repuesto y una sábana empapada de sal.

Durante las noches el mar reflejaba estrellas, que bajo otras circunstancias serían bellas, pero allí eran solo recordatorio de la pequeñez humana. Y en el centro de esa pequeñez, la voz de Richard volvía, nítida: “Haz lo correcto. No te rindas nunca”.

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