Desde los tiempos inmemoriales de la política y los designios humanos, se sabe que el desconocimiento de la voluntad popular opera como un veneno lento que se filtra por las venas del régimen que osa desoírla. En Venezuela, esta verdad se ha repetido con la terquedad de un eco que no se cansa de resonar en cada pliegue de nuestra historia. Cada vez que se ha pretendido silenciar la voz del pueblo, el resultado ha sido una tempestad de consecuencias dramáticas, un desfile de sufrimientos y desilusiones que parecen no tener fin en su penoso recorrido.
El destino, en su ironía más cruda y certera, se ha encargado de recordarnos que la democracia no es un simple concepto abstracto sino un pacto sagrado que, al quebrantarse, desata fuerzas invisibles capaces de arrasar con todo lo que encuentren a su paso. En este teatro de lo absurdo, el pueblo se convierte en espectador de su propia tragedia, mientras los hombres del poder juegan con sus sueños y esperanzas como si fueran piezas de un ajedrez perverso, moviéndolas según su conveniencia en el tablero de la nación.
Y así, en cada capítulo de esta historia que se repite con variaciones dolorosas, el desconocimiento de la voluntad popular se revela no como un simple error político sino como una sentencia autoimpuesta que, tarde o temprano, conduce a la ruina inevitable. Como si se tratara de un designio bíblico o de una maldición ancestral, los regímenes que ignoran el clamor de su pueblo están condenados a escribir su fin con tinta invisible, sin darse cuenta de que cada acto de desprecio a la voluntad popular es un paso más hacia su propio ocaso, en un ciclo que parece repetirse con la precisión de un mecanismo de relojería cósmica que nadie puede detener.
La Fórmula del Fraude Electoral
Todo régimen dictatorial, cuando empieza a sentir que el suelo se le resquebraja bajo los pies, busca desesperadamente una fórmula que le permita simular legitimidad sin arriesgar el poder. La de Marcos Pérez Jiménez no fue una excepción. Tras la amarga lección del 30 de noviembre de 1952 —cuando las elecciones se le volvieron en contra y tuvo que recurrir al fraude descarado para mantenerse en el poder—, la dictadura venezolana se dedicó a pensar cuál podría ser una forma de consulta popular que revistiera la apariencia democrática, pero que no le hiciera correr el riesgo de otra derrota.
La idea, según documenta el expresidente Luis Herrera Campins en su obra «1958: Transición de la dictadura a la democracia en Venezuela», fue generada por la modalidad del plebiscito establecido en Colombia a raíz de la caída de Rojas Pinilla. Resulta revelador —y aquí hay que insistir en el dato con la obstinación del historiador que ha encontrado una pieza clave— que en ese tiempo no se hablaba en ninguna parte de América Latina de plebiscitos, salvo en Colombia. Allí, los dos partidos históricos, el Conservador y el Liberal, se habían comprometido a convertir en letra constitucional un pacto de alternación política que garantizaría a una y otra fuerza el poder por espacio de cuatro periodos, es decir, dieciséis años. Para lograr este objetivo, se propuso una disposición plebiscitaria que recibió aprobación mayoritaria.
Pérez Jiménez, siempre atento a los modelos que pudieran servirle para perpetuarse, vio en el mecanismo colombiano una luz para salir del atolladero político en el que se encontraba. Se había apresurado a prometer que, para el 1 de enero de 1958, ya estaría elegido el presidente de la República para el quinquenio 1958-1963. El plebiscito, como lo había sido en Colombia, parecía ofrecerle la herramienta perfecta: una consulta directa, sin intermediarios partidistas, donde él podría presentarse como el hombre fuerte que necesitaba el país, por encima de las divisiones políticas.
Así se concibió un proyecto de ley de elecciones fundado sobre una consulta plebiscitaria. Era un mecanismo astuto: en lugar de enfrentarse a los partidos en una elección convencional —donde la oposición podría unirse y presentar una alternativa clara—, el plebiscito le permitiría reducir la complejidad política a una simple pregunta binaria: ¿Está usted conmigo o contra mí? En un régimen donde la disidencia estaba perseguida, los medios de comunicación controlados y el aparato estatal al servicio del poder, la respuesta parecía previsible.
Pero aquí, como tantas veces en la historia, la astucia se topó con la realidad. Lo que Pérez Jiménez no anticipó fue que la oposición —fraguada en años de clandestinidad, exilio y resistencia— reconocería el plebiscito por lo que era: un instrumento de perpetuación disfrazado de democracia y llamara a la abstención. Y que el pueblo, aunque amordazado, no estaba dispuesto a aceptar otra farsa electoral.
La paradoja es que el plebiscito —diseñado para salvar a la dictadura— terminó siendo uno de los detonantes de su caída. Porque al mostrar hasta qué punto el régimen estaba dispuesto a manipular las reglas para mantenerse en el poder, activó la última alarma entre los sectores que todavía dudaban: militares descontentos, empresarios recelosos, y una ciudadanía harta de simulacros.
Al final, la fórmula del fraude se volvió contra su inventor. Y el plebiscito que debía consolidar a Pérez Jiménez en el poder terminó acelerando su camino hacia el exilio. Su celebración el 15 de diciembre marcó el punto de inflexión para la caída del régimen siete semanas después. Como si la historia, una vez más, nos recordara que no hay maquillaje que pueda ocultar eternamente la verdadera naturaleza del poder.
El Disfraz del Poder
El Congreso Nacional se instaló el viernes 1 de noviembre, y ese día no hizo más nada, porque el fin de semana comenzaba y porque así son estas cosas: la política suele consistir en aparentar que se hace algo cuando no se hace nada, o en no hacer nada para que parezca que se hace algo. Pasó, pues, políticamente reducido, la constitución formal de las cámaras; el día 2 no hubo sesión, y el 3, domingo, «la jornada fue de modorra —escribe José Rodríguez Iturbe en su poderosa «Crónica de la Década Militar»—: prolongados almuerzos dominicales y aseveraciones rotundas de firmeza y confianza en los conciliábulos más sociables que políticos, más plutocráticos que aristocráticos, de la cúpula oficial.Y llegó el lunes 4. Se descorrió el telón. El actor principal entró en escena en el tinglado que Vallenilla Lanz había llamado el “nuevo escenario”. Pérez Jiménez comenzó a hablar con puntualidad militar —las seis y media en punto de la tarde— ante las dos Cámaras reunidas en sesión conjunta.»
Y aquí conviene detenerse, porque este momento no es sólo un momento histórico, sino también teatral: o quizás es histórico precisamente porque es teatral. La dictadura venezolana de Marcos Pérez Jiménez —como todas las dictaduras, como todo poder que se sabe ilegítimo y por eso necesita disfrazarse de legítimo— era en el fondo una puesta en escena, un enorme y elaborado montaje cuyo objetivo era convencer a todos —y primero a sí misma— de que no era una dictadura, sino otra cosa: una democracia distinta, una democracia moderna, eficaz, autoritaria, pero al fin y al cabo democracia. O algo así.
El gran intelectual de la función —el dramaturgo oculto— era Laureano Vallenilla Lanz, hijo de otro Laureano Vallenilla Lanz que había sido el intelectual del régimen de Juan Vicente Gómez, lo cual no deja de ser significativo: las dictaduras se repiten, y también sus intelectuales. Vallenilla Lanz (el hijo) había acuñado el concepto del “Nuevo Ideal Nacional” y diseñado el plebiscito de 1957 —aquel simulacro de votación en el que los venezolanos sólo podían votar sí o no a la continuidad del régimen, sin oposición legal, sin debate público, sin garantías—, y ahora diseñaba este nuevo escenario: el Congreso como teatro, la política como representación.
Pérez Jiménez era el actor principal —el protagonista—, pero en realidad era un actor secundario, porque el verdadero protagonista era el poder, o la imagen del poder: el uniforme militar, la voz grave, la puntualidad ceremoniosa, la ilusión de orden y eficacia. El discurso que pronunció aquella tarde del 4 de noviembre probablemente no decía nada salvo presentar su farsa —los discursos de los dictadores casi nunca dicen nada—, pero no importaba: lo importante no era la farsa que decía, sino el hecho de que la decía él, allí, en ese momento, ante ese público sumiso y silencioso.
La función, por supuesto, era una farsa —una farsa trágica—, porque todo el mundo sabía que aquel Congreso no era un poder independiente, sino una decoración, un florero costoso; todo el mundo sabía que las decisiones no se tomaban allí, sino en los almuerzos prolongados de la cúpula oficial, en aquellos conciliábulos entre sociables y plutocráticos que Rodríguez Iturbe retrata con tan exacta ironía.
Pero la farsa funcionaba —o funcionó durante un tiempo—, porque las farsas siempre funcionan cuando todo el mundo prefiere creer en ellas antes que afrontar la realidad. La realidad era que Venezuela vivía bajo una dictadura represiva y corrupta —con su policía política, sus torturas, sus presos políticos, sus empresarios adulones y sus intelectuales vendidos—, pero la farsa era que Venezuela era un país moderno, próspero, estable, que avanzaba hacia el futuro bajo la mano firme de un líder visionario.
Al final, como sabemos, la farsa se vino abajo: el plebiscito de diciembre de 1957 fue tan burdo que hasta los más crédulos dejaron de creer, y el régimen cayó en enero de 1958. Pero durante un tiempo —durante demasiado tiempo— aquella puesta en escena funcionó.
Y quizás ésa es la lección más inquietante de esta historia: que el poder no necesita sólo fuerza, sino también teatro; no sólo represión, sino también relato. O, como dijo Vallenilla Lanz —el padre—, que a veces la mentira es más útil que la verdad, porque la verdad es complicada y la mentira es simple, y porque la gente prefiere casi siempre las mentiras simples a las verdades complicadas.
O quizás no. Quizás la lección es otra. Quizás la lección es que todas las dictaduras son iguales, y que todas acaban igual: con el telón cayendo sobre un escenario vacío y un público que se ha ido a casa, decepcionado o indignado, pero sobre todo cansado de tanto espectáculo.
Aquel lunes 4 de noviembre de 1957, las cámaras legislativas venezolanas —una mera farsa de representación en el corazón de la dictadura— se reunieron para escuchar lo que Marcos Pérez Jiménez denominó con pomposidad un «mensaje especial». Aquel escenario carecía por completo de autenticidad: era el teatro meticulosamente orquestado de un régimen que, consciente de su creciente aislamiento, intentaba revestirse de una legitimidad que nunca había poseído.
Tras lo que Herrera Campins describió como una «exaltada magnificación» de su obra de Gobierno —ese catálogo de proyectos faraónicos de cemento que ocultaban la podredumbre política subyacente—, Pérez Jiménez abordó el verdadero objetivo de su intervención: la implementación de un plebiscito que le permitiera perpetuarse en el poder. Sus palabras, cuidadosamente elaboradas, constituían un manual de autoritarismo disfrazado de pragmatismo tecnocrático:
«Ahora se trata de emitir opinión en materia trascendental, como es la de resolver si Venezuela prosigue su dignificación progreso y fortalecimiento, o si ha de detenerlos para dar paso a la mediocridad».
La estrategia discursiva era transparente: presentar una dicotomía artificial entre la «grandeza» del régimen y el «caos» que inevitablemente seguiría a su caída. Aquí quedaba al descubierto el desprecio del dictador por la política deliberativa —no habría debate, sólo una ratificación simbólica de su liderazgo impuesto—.
Pero fue en su ataque frontal contra los partidos políticos donde el discurso reveló su núcleo ideológico esencial —la antipolítica que anticiparía posteriores populismos latinoamericanos—:
«La presencia en el poder de partidos como los que actuaron últimamente es perjudicial, porque ellos no conocen a fondo los problemas nacionales ni sus soluciones […] sembraron confusión y destruyeron con la mentira, el engaño o la falsedad».
La proyección psicológica resultaba evidente. Pérez Jiménez, que nunca había obtenido el poder mediante elecciones limpias, acusaba a sus opositores de representar meramente «el insignificante porcentaje del uno y medio por 1000 de la población». La ironía histórica sería cruel: ese mismo pueblo al que despreciaba terminaría derribando su régimen apenas nueve semanas después.
La paradoja fundamental, como demostrarían los eventos posteriores, era que este discurso —concebido para consolidar el poder— terminó exponiendo su fragilidad esencial. Al rechazar toda legitimidad que no emanara de su propia voz, el dictador cavaba metódicamente su tumba política. El plebiscito del 15 de diciembre se revelaría como un fiasco monumental, y el 23 de enero de 1958, Pérez Jiménez huiría del país abandonando el poder que tan desesperadamente había intentado conservar.
Este episodio trasciende la mera anécdota histórica. Ilustra con claridad meridiana cómo los regímenes autoritarios, por mejor organizados que parezcan, contienen siempre las semillas de su propia destrucción. Creían poder sustituir la política con obras de cemento y la deliberación con decretos, pero como demostraría la historia, ningún poder puede sobrevivir indefinidamente cuando se vuelve sordo al clamor de su pueblo. Pérez Jiménez, como tantos dictadores antes y después, aprendió demasiado tarde que los disfraces del poder siempre terminan por rasgarse.
La Retórica del Autoritarismo
En el fragmento clave del discurso del 4 noviembre de 1957 —documento que servía como justificación ideológica de una dictadura que se sentía acorralada—, Marcos Pérez Jiménez elaboraba su teoría más descarnada sobre la incompatibilidad fundamental entre los partidos políticos y el ejercicio del poder. Lo hacía mediante una retórica que combinaba el desprecio elitista con un aparente pragmatismo técnico, pero que en realidad ocultaba su temor visceral a la pluralidad democrática.
La cita central resultaba particularmente reveladora: «Llevarlos al poder equivaldría a que la conducción del país quedara a cargo de los menos capaces […] y tendríamos la paradoja de que instituciones vitales para la nación, en las que hay hombres calificados, estuvieran subordinadas a agrupaciones de ineptos».
Aquí se manifestaba lo que podríamos denominar la falencia técnica del autoritarismo: la pretensión de reducir la política a una mera cuestión de eficiencia administrativa, negando su dimensión esencial de representación popular.
Pérez Jiménez se presentaba como garante de la «idoneidad» frente a la supuesta «ineptitud» de los partidos, ocultando deliberadamente que su propio régimen estaba plagado de corrupción sistémica y incompetencia protegida por la lealtad incondicional al dictador.
La acusación de clientelismo alcanzaba niveles de cinismo difícilmente superables: «Los partidos no encomendarían los puestos claves en razón de la idoneidad, sino en atención a favoritismos con sus prosélitos». La ironía histórica resultaba evidente: esto era exactamente lo que ocurría en su gobierno, donde los cargos se asignaban por lealtad personal rather than por mérito. El régimen, que había convertido el Estado en botín de sus adeptos, proyectaba sus propios pecados sobre sus adversarios.
Pero el núcleo duro del argumento —donde se revelaba la esencia del pensamiento antipolítico de Pérez Jiménez— residía en esta afirmación: «Los partidos son factores de desunión, porque acostumbrados a agredir sistemáticamente […] destruyen la armonía y anulan los efectos favorables de la convivencia». El dictador confundía deliberadamente el debate democrático con agresión y la unidad con unanimidad. Su ideal era una Venezuela artificial donde no existiera el disenso porque no existieran las diferencias —una comunidad imaginaria donde todos pensaran lo mismo—.
La paradoja fundamental, como demostraría el curso de los eventos, era que este discurso —concebido para justificar el plebiscito que perpetuaría su poder— terminó exponiendo las razones profundas de la insostenibilidad del régimen. Al negar la legitimidad de cualquier voz crítica, Pérez Jiménez se aisló en una burbuja de autocomplacencia que le impidió percibir el descontento real que crecía en el país. El dictador creyó que podía sustituir la política con ingeniería social y el debate público con decretos. Pero la historia demostraría que ningún régimen, por eficiente que parezca, puede sobrevivir cuando convierte el disenso en traición y la pluralidad en pecado.
Este discurso de Pérez Jiménez trasciende su momento histórico: se convierte en espejo de cómo los autoritarismos siempre terminan cayendo en la misma contradicción esencial —pretender gobernar para el pueblo mientras se niega al pueblo mismo—. Pérez Jiménez, como tantos dictadores antes y después, aprendió demasiado tarde que la política no es un problema técnico, sino el arte de gestionar las diferencias que siempre existirán en cualquier sociedad libre.
La Demagogia del Poder
Las palabras de Pérez Jiménez representan el intento desesperado de un dictador por transformar su debilidad política en virtud ideológica, revelando la esencia de lo que podríamos denominar «la teoría antipolítica del autoritarismo». La manipulación queda en cueros en la siguiente frase: «Recordemos cómo en años anteriores el desenfreno de la lucha partidista relajó desde los lazos familiares […] hasta los más amplios vínculos de la sociedad entera».
Aquí se manifiesta lo que podríamos identificar como la nostalgia autoritaria por una comunidad imaginaria: la idea romantizada de que existió una época previa de armonía social que los partidos políticos destruyeron. Pérez Jiménez pinta un cuadro apocalíptico de la democracia: «Calles de ciudades y pueblos pintadas y empapeladas hasta la saciedad con letreros, incitadores […] la población entregada a discusiones y al forcejeo mental». La ironía histórica resulta palpable: el mismo hombre que había transformado Caracas en un perpetuo taller de construcción se escandalizaba por la presencia de carteles electorales. Lo que para algunos representaba la vitalidad de la democracia, para él constituía el caos.
Pero el cinismo alcanza su punto culminante cuando caracteriza a los votantes: «Resignados a aceptar la gritería y el escándalo y por si fuera poco compelida a dar el voto […] para que lleguen al poder los incapaces». En esta frase, Pérez Jiménez revela su auténtico desprecio por el pueblo: los ciudadanos no son agentes políticos autónomos, sino «masas manipulables» que necesitan ser protegidas de sí mismas. La paradoja resultaba evidente: este discurso se pronunciaba mientras el régimen preparaba un plebiscito carente de debate real, propaganda opositora o garantías auténticas. El dictador condenaba la democracia por sus excesos mientras organizaba una farsa electoral que representaba la negación misma de la política.
La segunda parte del texto resulta aún más significativa. Pérez Jiménez esboza su teoría sobre los partidos que «sí» serían admisibles en su Venezuela: «Tendrán que formarse a base de tres condiciones primordiales: que sus dirigentes hayan comprobado capacidad y eficacia, que tengan programa de acción efectiva y que cuenten con mayoría cuya decisión obedezca al crédito de los dirigentes». Aquí vislumbramos la cuadratura del círculo autoritario: sólo serían válidos los partidos que no necesitaran existir, pues si realmente contaran con mayoría y credibilidad, constituirían una amenaza al poder absoluto del dictador. Pérez Jiménez anhelaba partidos que funcionaran como sociedades de admiración mutua, no como mecanismos de representación genuina. Soñaba con una política sin política, con una democracia sin demócratas, con un pueblo sin voz propia.
Este texto demuestra cómo los autoritarismos inevitablemente caen en la misma contradicción fundamental: pretenden gobernar para el pueblo mientras niegan al pueblo mismo. Pérez Jiménez, como tantos dictadores antes y después, aprendió demasiado tarde que la política no es un problema técnico, sino el espacio donde una sociedad delibera y decide colectivamente su destino.
El alegato de Pérez Jiménez representa la culminación del cinismo institucionalizado, el momento en que la dictadura venezolana intentó revestir de legalidad su perpetuación en el poder. El proyecto de Ley Electoral de noviembre de 1957 constituía un mecanismo de autolegitimación tan burdo que casi resultaba admirable por su desfachatez: «Se propone la realización de un plebiscito mediante el cual se determinará si se está de acuerdo con las ejecutorias del régimen y por consiguiente, si se considera que la persona que ha ejercido la presidencia […] debe ser reelegido». La trampa lingüística era evidente: al vincular la evaluación del régimen con la reelección personal, el dictador convertía cualquier crítica en traición. Era la ecuación perfecta: apoyarme a mí es apoyar a Venezuela.
Filippo Gagliardi: El Precio del Progreso en la Dictadura.
El 6 de noviembre de 1957 aparece explicada a toda página en la prensa de Caracas la exposición de motivos y el proyecto de Ley de Elecciones bajo la firma de Laureano Vallenilla Lanz, el ministro que ejercía como intelectual orgánico de la dictadura, una explicación que desborda los más altos ribetes del cinismo: «Será el voto popular, universal, directo y secreto el que decida […] extendido a venezolanos mayores de 18 años y a extranjeros con dos años por lo menos de residencia en Venezuela». Se desnudaba lo que podríamos denominar «la ingeniería electoral del autoritarismo»: incluir a extranjeros —cuya situación migratoria dependía de permisos de trabajo— y a jóvenes sin tradición política, mientras se excluía deliberadamente a los partidos opositores. Era democratización para los dóciles, represión para los críticos.
La justificación resultaba particularmente reveladora: «Un gobierno joven debe contar con la opinión de la juventud y de los que vinieron de otras tierras a compartir con nosotros la tarea de construir la nación». El régimen se presentaba como modernizador mientras practicaba la política más antigua: dividir y vencer.
Y aquí cabe una historia particular de cómo se llevó a cabo esa novedad electoral de Vallenilla. Todo país tiene sus historias incómodas, esos personajes que no encajan fácilmente en el relato oficial de héroes y villanos. Filippo Gagliardi es una de ellas. Su historia es la de un hombre que llegó a Venezuela con las manos vacías y terminó construyendo un imperio de cemento durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, sólo para perderlo todo cuando el régimen cayó.
Pero esta no es una simple historia de ascenso y caída. Es algo más complejo, más turbio, más humano. Es la historia de un hombre que fue víctima y verdugo, benefactor y explotador, el sueño del inmigrante hecho realidad y la pesadilla del oportunismo sin límites.
Gagliardi nació en 1912 en Montesano sulla Marcellana, un pueblo del sur de Italia donde la pobreza era tan tangible como el olor a tierra seca. Hijo de un molinero y una ama de casa, fue el primero de diez hermanos que crecieron entre la escasez. A los 15 años, con el dinero que su madre había conseguido endeudándose a escondidas, partió hacia Venezuela por primera vez. Regresó a los ocho meses, derrotado. Pero en 1937, después del servicio militar, lo intentó de nuevo. Esta vez para quedarse.
Empezó como maestro de obras en Maracaibo, pero fue en el Caracas de los años 50 donde encontró su mina de oro: la promoción inmobiliaria. Compró terrenos, construyó edificios de apartamentos y los vendió bajo el novedoso sistema de propiedad horizontal. Pero su verdadero despegue llegó con el régimen de Pérez Jiménez. Gagliardi se convirtió en el constructor favorito de la dictadura, el hombre que materializaba el «Nuevo Ideal Nacional» con cemento y varillas.
Aquí es donde la historia se complica. Porque Gagliardi no era simplemente un empresario exitoso. Era el beneficiario privilegiado de un sistema corrupto que le otorgaba créditos blandos del Banco Industrial de Venezuela y permisos de construcción que frecuentemente violaban las normas municipales. Entre 1954 y 1958, durante el apogeo del perezjimenismo, Gagliardi alcanzó la cúspide de su poder económico.
Pero al mismo tiempo, se erigió como el padrino de la comunidad italiana en Venezuela. Ayudaba a sus compatriotas recién llegados con empleo, vivienda y trámites. Donó millones para víctimas de inundaciones en Italia, construyó 105 casas para pobres en su pueblo natal, iglesias, acueductos. En un telemaratón benéfico, cuando el animador Amador Bendayán le dijo en broma «Filippo eso es poquito¡ Pónle otro cero¡», Gagliardi efectivamente multiplicó su donación.
Esta es la imagen que sus defensores recuerdan: la del filántropo generoso, el inmigrante hecho a sí mismo que no olvidó sus raíces. Pero hay otra imagen, menos fotogénica. La que describe la escritora ítalo-venezolana Marisa Vannini en su obra «Arrivederci Caracas»: la de los inmigrantes italianos que trabajaban «duramente, explotados por empresarios en gran parte de su misma nacionalidad, sin ninguna protección». «No había día que no se registrara la caída de algunos de ellos de las edificaciones», escribió Vannini. «Los italianos han realmente teñido con sangre el auge de la construcción durante la dictadura».
El punto de inflexión llegó con el plebiscito de diciembre de 1957, cuando Pérez Jiménez modificó la ley electoral para permitir el voto a los inmigrantes. Gagliardi encabezó una campaña de recolección de firmas de apoyo al gobierno, entregando una lista de 20.000 adhesiones italianas. Según las crónicas de Gabriel García Márquez, muchas firmas eran falsificadas o inconsultas, incluyendo algunas tan absurdas como «Napoli bella». Muchos inmigrantes, decía García Márquez, firmaron bajo presión de la Seguridad Nacional.
Cuando Pérez Jiménez cayó el 23 de enero de 1958, la ira popular se dirigió contra los asociados al régimen, incluyendo a la comunidad italiana. Saqueos, incendios de comercios, panfletos xenófobos. Gagliardi huyó de Venezuela y regresó a Italia, donde intentó sin éxito reconstruir su fortuna. Murió en Roma en 1968, a los 56 años, en medio de litigios por su cuantiosa fortuna.
Hoy, Montesano sulla Marcellana le rinde homenaje con una plaza que lleva su nombre y memoriales anuales. En Venezuela, su legado son las urbanizaciones y edificios que construyó, muchos aún en pie. Pero su historia completa, con todas sus contradicciones, sigue siendo incómoda para todos: para quienes quieren recordarlo sólo como filántropo y para quienes quieren reducirlo a mero colaboracionista.
La verdad, como casi siempre, está en algún punto intermedio. Gagliardi fue ambas cosas y ninguna completamente. Fue el producto de una época donde el progreso material se construyó sobre cimientos de represión política, donde la modernización tuvo un precio en sangre sudor que todavía no hemos terminado de calcular.
Al final, la historia de Filippo Gagliardi nos obliga a hacernos preguntas incómodas: ¿Hasta qué punto está justificado el progreso material cuando se basa en el abuso y la corrupción? ¿Cómo juzgar a quienes se benefician de regímenes autoritarios pero también ayudan a sus comunidades? ¿Dónde trazar la línea entre el oportunismo comprensible del inmigrante y la complicidad con la opresión? Por supuesto, no tengo respuestas definitivas.
El Voto como Ritual Vacío: La Ingeniería Electoral del Perezjimenismo.
En el corazón del artificio de Vallenilla Lanz latía un mecanismo de ilusionista, la “simplificación”: “Bastará una tarjeta —declaraba el oráculo del régimen— cuyo color determinará el organismo competente […] para que el elector decida si respalda al actual régimen”. Era la democracia convertida en fantasmal mascarada, un aquelarre civil en el que no existían candidatos de carne y hueso, ni batallas de ideas, ni siquiera un susurro de disidencia; sólo un sí o un no sin matices, manejado con hilos invisibles desde el palacio del poder.
Pero la gota que hizo rebosar el vaso de la burla fue el designio para la Cámara de Diputados: “La tarjeta que apoyen la política del régimen indicará también que los ciudadanos mencionados en la respectiva nómina serán diputados”. Así, la voluntad popular quedaba reducida a un ritual mudo, a un acto de fe en el que el pueblo no elegía, sino que tan sólo bendecía con un gesto lo que el dictador ya había escrito en piedra. La ironía última, cruel y redonda, era que aquel sistema inventado para ser expedito terminó por ser el principio del fin. El plebiscito del 15 de diciembre de 1957 fue tan transparentemente fraudulento, tan cargado de una verdad a medias que olía a podrido, que aceleró la caída del régimen apenas poco más de un mes después, como si el mismo cielo hubiera escupido el engaño.
Esta historia, sin embargo, trasciende su tiempo y se clava en la memoria de los pueblos como un recordatorio eterno: las tiranías, cuando se sienten acorraladas, repiten sus guiones con la obstinación de un mal sueño —visten la sumisión con ropajes de consenso, confunden el miedo con la lealtad y el silencio con la aquiescencia—. Pérez Jiménez, como tantos autócratas del mundo, comprendió demasiado tarde que ni el control más férreo ni el artilugio mejor tramado pueden sustituir para siempre la legitimidad que brota, fresca y indomable, de la voluntad auténtica de un pueblo. El plebiscito fue su último acto de autoengaño, el instante en que el régimen creyó que había convertido el silencio del miedo en la música del consentimiento… hasta que la historia, imparable, le pasó por encima.