
No deseo ser malinterpretado, no soy precisamente un agente anticlerical, respeto, e incluso admiro, a algunos líderes religiosos del pasado y del presente, tanto en el catolicismo como en otras confesiones. Sin embargo, insisto en que la democracia contemporánea, la tradición constitucional republicana y los estándares internacionales en materia de derechos humanos hace imprescindible la observancia del principio de separación entre iglesia y Estado. La fe, esa conexión especial que las personas pueden desarrollar entre ellos y su interpretación sobre el origen y destino de la vida, debe poder ejercerse en la esfera privada y en los establecimientos y eventos destinados para ello. En ningún momento pueden ser la base para la toma de decisiones públicas, fuente de derecho o inspiración de discursos o narrativas políticas.
Por ejemplo, ¿sería correcto que la política sanitaria sea definida sobre criterios religiosos? ¿Qué decisiones se tomarían sobre transfusiones sanguíneas, sobre la prevención de enfermedades de trasmisión sexual o la disposición de anticonceptivos?. En materia educativa, un ministro de educación que confunda su rol con los de un pastor o cura, ¿Qué decisiones tomaría sobre la importancia de instruir a los niños, niñas y adolescentes sobre la teoría de la evolución?. Por esos riesgos es que se hace énfasis en nuestra Constitución en que para ser una autoridad electa, entre otros requisitos, los aspirantes sean “de estado seglar”, es decir, puede que tengan cierta confesión pero no deben tener un rol de liderazgo religioso.
Este tema es importante el día de hoy porque muchos derechos humanos, muchas conquistas históricas relevantes en el mundo contemporáneo, no llegan a Venezuela producto de la sobredimensionada influencia de la religión en los asuntos públicos. En Venezuela no es legal el matrimonio entre personas del mismo sexo, ni la interrupción voluntaria del embarazo, ni la eutanasia, hay medios de comunicación en manos de confesiones religiosas que impiden o silencian debates, dirigentes políticos con responsabilidades parlamentarias que clara y abiertamente ejercen de portavoces, antes que de sus partidos, de sus respectivas iglesias, incluso tenemos escuelas, liceos y universidades financiadas por el Estado cuyas autoridades académicas convierten en espacios para celebrar misas.
En Venezuela existe la libertad de culto, no hay una religión oficial, cualquier persona puede practicar la fe de su preferencia, sin embargo, la religión no está circunscrita a la esfera privada y a los espacios destinados específicamente para ello, al contrario, se desborda sobre espacios que le son ajenos. La fe no puede, ni debe, orientar la formación en las escuelas, ni en las universidades, ni en las prisiones, ni definir protocolos de atención en los hospitales, ni mucho menos dirigir los debates en los concejos municipales, ni en la Asamblea Nacional, ni tomar decisiones en Miraflores, ni convertir en púlpito el transporte público o la plaza Bolívar.
La identidad nacional no puede tampoco asociarse a la religión porque, en definitiva, no son menos venezolanos los musulmanes, ni los judíos, ni los ateos que nacen en nuestro territorio o sean hijos de venezolanos. Eso es tan absurdo como decir que no son venezolanos aquellos que no hablen español, de hecho, es evidente que muchos hijos de venezolanos nacidos en el exilio tienen otras lenguas diferentes como su primer idioma y eso no les quita ni les pone más venezolanidad. Ciertamente este tema no está en las prioridades del debate público nacional, otras son nuestras urgencias, pero no deja de ser preocupante que por no poner las cosas en su sitio millones de venezolanos, por su sexualidad, por su género o por su identidad, solo puedan conocer la libertad emigrando de su patria porque unos cuantos “conservadores de los derechos de Fernando VII” sigan creyendo que tienen el derecho de impedir que Venezuela llegue al siglo XXI.
Julio Castellanos / jcclozada@gmail.com / @rockypolitica