Guillermo del Toro reinterpreta a “Frankenstein” entre la compasión y la pérdida de ambigüedad moral
10 Nov 2025, 16:25 7 minutos de lectura

Guillermo del Toro reinterpreta a “Frankenstein” entre la compasión y la pérdida de ambigüedad moral

Por La Patilla

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Frankenstein de Guillermo del Toro

 

El día que la criatura creada por Frankenstein fue bautizada “Víctor”.

“Yo era benevolente y bueno;

la desdicha me convirtió en un demonio”.

La criatura a Frankenstein, en el glaciar.

Hay un tipo particular de optimismo que florece cada vez que se anuncia una nueva adaptación de Frankenstein, de Mary Shelley. La esperanza es siempre la misma: que esta sea finalmente la versión que devuelva la novela a su esencia; que este cineasta, a diferencia de los muchos que le precedieron, se resista al legado cosido de la versión pop de Frankenstein, con sus tornillos, gruñidos y teatralidad gótica envuelta en niebla, y vuelva en cambio al libro filosófico, polifónico y moralmente ambivalente que Shelley realmente escribió. La nueva película de Guillermo del Toro llega precisamente con esa promesa, ya que es el director que mejor ha tratado a los monstruos. Si alguien podía hacer justicia a la criatura de la novela en lugar del monstruo de la cultura, sin duda era él.

Por infobae.com

Y, sin embargo, la extraña ironía de la adaptación de del Toro es que sus desviaciones de la novela no son las vulgares que cabría esperar, ni los rayos eléctricos y los gruñidos pesados, ni la grotesca caricatura cosida, sino algo más suave, más sincero y, en cierto modo, más traicionero. Las libertades que se toma la película no son el resultado del sensacionalismo, sino de la compasión. Es, en cierto sentido, la interpretación errónea más halagadora que ha recibido Frankenstein hasta ahora: una versión bellamente interpretada, magníficamente diseñada y profundamente sentida que, sin embargo, no puede soportar la desolación, el enredo moral irresoluble y la soledad insoportable que se encuentran en el núcleo de la novela de Mary Shelley. La película quiere salvar lo que el libro se niega a salvar. Ese es su triunfo y su fracaso.

Cuando Mary Shelley publicó Frankenstein o el moderno Prometeo en 1818, fundó las bases del terror gótico y la ciencia ficción al crear una historia terrorífica que cuestiona los límites de la ciencia y la creación, la responsabilidad sobre lo creado, las ideas de alteridad y otredad y la condición humana puesta en cuestión a partir de temas como la venganza, el desamor y la ambición. Durante más de dos siglos, el mito de Frankenstein se ha contado de innumerables maneras: en el cine, la televisión, las novelas gráficas y la cultura popular. Cada nueva versión toma decisiones sobre qué enfatizar, qué omitir y qué transformar. La adaptación de Guillermo del Toro es una de las más ambiciosas: una versión grandiosa, visualmente suntuosa que se aleja del original y deja un gusto amargo a la hora de pensar cómo un clásico puede tomar nuevos significados sin perder del todo su esencia.

En un intento infructuoso de darle una nueva lectura al clásico, el director mexicano cambia el argumento en todos los aspectos innecesarios para darle una vuelta de tuerca “original” y falla porque ninguno de los osados giros que propone tienen sentido ni le dan a la puesta una lectura actualizada o significativa. O sí, y nos encontramos frente a una interpretación aspiracional psicoanalítica de Frankenstein. Por ejemplo, para “justificar” las acciones de Víctor Frankenstein -que en la novela se presenta como un joven idealista y curioso cuya ambición se convierte en arrogancia- del Toro le inventa un padre ausente y exigente que se ha casado con la madre por conveniencia, y su matrimonio resulta en una relación de desamor y cierto grado de violencia. Y la actriz que representa a la madre también representa a Elizabeth (la bella y talentosa Mia Goth). De esta manera, se pierde la sutileza, ya que en la novela los padres de Víctor son un modelo idealizado de afecto, estabilidad y presencia amorosa. Su relación es deliberadamente armoniosa, tierna y moralmente ejemplar, lo que contrasta con el posterior fracaso de Víctor como “padre” de la criatura. Entonces la complejidad de la novela se pierde en la obviedad de que Victor es el burdo resultado de un padre ausente y una madre maltratada.

En la novela, Víctor crea vida, pero se aleja inmediatamente de ella; persigue a su creación hasta el Ártico, impulsado por la culpa, el miedo y la venganza. Su culpabilidad moral es fundamental: es su negativa (e incapacidad) de asumir la responsabilidad del ser que ha creado. Su narrativa está plagada de intentos de expiación, terror y arrepentimiento. En la película, Víctor es más abiertamente villano o, al menos, es moralmente cuestionable desde el principio y esa decisión remodela toda la dinámica: en la novela, el horror reside en la brecha entre el idealismo de Víctor y su monstruosa negligencia; en la película, el espectador se enfrenta de forma más inmediata a un creador corrupto. El costo es la reducción de una de las sutiles provocaciones de Shelley: que los monstruos pueden surgir no solo del mal deliberado, sino también de la negligencia, la ambición y la falta de imaginación: la banalidad del mal.

Quizás el cambio más radical se refiere a la criatura. En la novela, la criatura habla con elocuencia: lee PlutarcoWertherEl paraíso perdido de Milton, aprende idiomas, desarrolla una conciencia filosófica y se presenta como un ser agraviado que exige justicia. En la novela, la criatura mata deliberadamente a William, el hermano pequeño de Víctor, plenamente consciente del daño que eso le hará a su creador. Incrimina a Justine -la querida empleada de los Frankenstein que muere ejecutada culpada injustamente por la muerte de William- con un cálculo estratégico. Mata a Clerval -el amigo más cercano de Victor- en una fría venganza. Estrangula a Elizabeth en su noche de bodas. No se trata de ambigüedades que puedan debatirse: la criatura lo admite todo en largos y razonados monólogos.

En la película, la violencia se difumina, se suaviza o se desvía. Se producen muertes, pero no con el mismo peso filosófico; y hasta aparecen lobos asesinos. La criatura sigue siendo un ser que tiene buenas intenciones, no un ser que puede argumentar, sin ironía, que el asesinato se ha convertido en su única posibilidad. Y así, la historia pierde lo más aterrador de la novela: la sensación de que el dolor, cuando está plenamente educado, puede elegir la brutalidad como ley. Y es su autoeducación y su voz elocuente parte integral de la crítica de Shelley a la creación y la responsabilidad. La criatura de Shelley mata por angustia y venganza y admite su culpa. Del Toro suaviza esos actos y hace que casi todas las muertes sean por accidente, o por error. No hay responsabilidad moral en la criatura.

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