La verdadera paz, la necesaria para la vida digna de un país y su población, se fundamenta en la libertad y la justicia, pilares de la democracia. Sin libertad y sin justicia no hay paz sino despotismo y depredación. Es imposible, por tanto, que haya democracia.
El premio Nobel de la Paz concedido a María Corina Machado lo entiendo y aplaudo en este amplio significado. Es un reconocimiento merecido a un liderazgo perseverante y valiente; y así mismo, es una valoración de la realidad nacional, que clama por una «transición de la dictadura a la democracia» como expresa el anuncio oficial del premio.
La soberanía popular se pronunció de manera abrumadora a favor del cambio democrático hace pocos meses. En gran medida por el liderazgo de María Corina. El fraude colosal perpetrado por el poder a la candidatura de Edmundo González Urrutia, y secundado por aliados de variada índole, dentro y fuera del país, no ha podido desaparecer los hechos. Al contrario.
Los mandoneros del poder carecen de legitimidad y credibilidad. La propaganda ya no convence a nadie, y el reparto dinerario como instrumento de operación política, se hace más escaso e incierto. Queda eso sí, lo que Rómulo Betancourt gustaba llamar la «saña cainita» de algunos voceros de cierto ruido en contra de María Corina Machado. Ojalá y rectifiquen para bien de éstos y de los desafíos que la nación tiene por delante.
El primero de todos hacer posible esa transición para recuperar la soberanía fundada en la voluntad del pueblo. Este es el camino para alcanzar la libertad y la justicia. Para lograr la verdadera paz.
