“El baile de los 41 maricones”, la fiesta clandestina que terminó en represión
18 Nov 2025, 11:10 5 minutos de lectura

“El baile de los 41 maricones”, la fiesta clandestina que terminó en represión

Por La Patilla

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Los grabados de José Guadalupe Posadas acompañaron las publicaciones satíricas sobre «El baile de los 41»

 

En una casa discreta de la colonia Tabacalera, donde la élite buscaba escapar de su propia rigidez, 42 hombres se reunieron en una fiesta para celebrar sin máscaras sociales: unos llevaban puestos trajes impecables; otros, vestidos de encaje, pelucas y joyas. Era una fiesta privada, clandestina, íntima, ajena a la mirada pública. Parecía para ellos, un refugio seguro.

Por infobae.com

Pero la madrugada del 18 de noviembre de 1901, la policía irrumpió sin previo aviso. Los agentes, más preocupados por custodiar la moral y las buenas costumbres que la ley, descubrieron que no había mujeres en el salón. No había delito, solo un grupo de hombres bailando y viviendo una libertad que la sociedad les negaba. Lo que siguió fue humillación inmediata: detenciones arbitrarias, exhibición pública y castigos sin fundamentos legales.

Cuando se registraron los nombres, solo aparecieron cuarenta y uno. El supuesto “número 42” —protegido por un apellido demasiado cercano al poder— se desvaneció entre terrazas y silencios oficiales. El resto cargó con el estigma que sobreviviría más de un siglo: un número transformado en insulto, en tabú y, con el tiempo, en símbolo de resistencia frente a la represión y al olvido.

El México porfirista y el miedo a lo diferente

A comienzos del siglo XX, la Ciudad de México vivía en una tensión constante. Tras más de dos décadas en el poder, Porfirio Díaz había consolidado un régimen rígido y jerárquico, donde las apariencias valían tanto como la obediencia. El orden (o su idea de tenerlo) se imponía sobre cualquier conducta que pudiera interpretarse como un desafío a la moral. En ese clima, la policía recorría salones, bares y hogares particulares con el pretexto de vigilar el “decoro”. La homosexualidad había dejado de ser delito años atrás, pero seguía condenada socialmente; todo lo distinto al criterio social establecido debía permanecer oculto para evitar el escarmiento popular.

Pese a eso, la vida de la aristocracia era intensa: en los bailes, tertulias y reuniones se conjugaban el poder y las ansias de pertenecer y gozar de prestigio; pero también había silencios. En ese mundo de apariencias y pocas realidades, quienes vivían identidades o deseos fuera de la norma buscaban refugio en espacios privados, confiando en una intimidad que, en realidad, podía derrumbarse en cualquier momento. Los custodios del orden podían irrumpir sin aviso, amparados en una moral que justificaba cualquier exceso de autoridad.

A pesar de esos arrebatos, la ciudad tenía una vida nocturna vibrante. Tanto en salones como en casas particulares, había espacios que se convertían en escenarios donde, por unas horas, las normas parecían irse a dormir y dar la bienvenida a la libertad. Pero esa libertad era frágil: bastaba una denuncia o un sonido demasiado festivo para que una celebración terminara en tragedia.

Y la prensa alimentaba la sospecha, describiendo la noche como territorio de “decadencia” y preparando al público para el escándalo. Así, cuando empezaron a circular rumores sobre fiestas de hombres que bailaban entre sí, la sociedad los susurró con morbo y severidad, mientras la hipocresía permitía que unos escaparan y otros fueran sacrificados. Durante una madrugada de 1901, la policía irrumpió en una casa de la calle De la Paz sin imaginar que estaba a punto de encender uno de los episodios más recordados y crueles contra la diversidad sexual en México.

18 de noviembre de 1901

En la madrugada del 18 de noviembre de 1901, un ruido festivo escapaba de una casa en la calle De la Paz —hoy Ezequiel Montes—. Dentro, un salón improvisado vibraba con música y risas. Eran cuarenta y dos hombres: veintiuno con trajes impecables; veintiuno con vestidos largos, corsés improvisados, maquillaje, joyas y abanicos. Aquella casa se había convertido, por unas horas, en un refugio donde podían existir sin máscaras, lejos de la vigilancia de una sociedad que los condenaba. Para muchos, esa era la única posibilidad de vivir una identidad propia, aunque fuera en secreto. Pero la fiesta no era silenciosa, y algún vecino —molesto, escandalizado o temeroso de atraer problemas— decidió alertar a la policía.

Cerca de las 3 am, los policías irrumpieron. Golpearon la puerta, a los empujones atravesaron el umbral de la vivienda para encontrarse con una escena que desafiaba por completo los códigos morales de la época y a ellos. La música terminó de golpe. Algunos de los hombres corrieron para ocultarse; otros quedaron inmóviles…

La policía, habituada a razias en cantinas y salones populares, no esperaba encontrar un baile organizado por miembros de la élite. Hubo insultos, gritos y muchos golpes… No necesitaban de leyes: el “orden moral” bastaba para justificar cualquier atropello.

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