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«La falla de Gallegos radicó, en nuestro parecer, en lo que se denomina el timing en política, que quiere decir saber escoger los momentos adecuados para tomar ciertas medidas», afirma Luis Daniel Perrone en su lúcida ponencia presentada en las XV Jornadas Aníbal Dominici, realizadas en octubre pasado.
Y a partir de esa premisa sostiene Perrone que la caída del novelista-presidente no fue un relámpago en cielo sereno, sino el desenlace de un orden constitucional ya agrietado por la fricción constante entre Acción Democrática y el Alto Mando militar. Gallegos, atrapado entre las dos fuerzas que habían hecho posible la experiencia del 18 de octubre de 1945 —el sector militar y su propio partido—, reaccionó con un rigor moral irreprochable, pero con una eficacia política menguada frente a unas presiones que exigían cálculo, flexibilidad y oportunidad.
El fulminante derrocamiento del 24 de noviembre reveló que la alianza “cívico-militar” del 18 de octubre de 1945 no había sido el pacto fundacional que la historiografía pretendió ver, sino un matrimonio de conveniencia en el que cada parte perseguía su propio acceso al poder.
El clima de la Guerra Fría, el cuestionado “sectarismo” del trienio adeco y el deterioro de la relación entre Gallegos y Betancourt ampliaron el campo minado sobre el que el presidente intentaba gobernar. A ello se sumaron las intrigas que le susurraban que era una “marioneta” de Betancourt, y las exigencias cada vez más desafiantes del estamento militar, que llegó a reclamar la salida de AD del gobierno y la expulsión del propio Betancourt. Gallegos rechazó tales imposiciones, pero su negativa, combinada con una inocente confianza en Carlos Delgado Chalbaud, allanó el camino al golpe comandado por Marcos Pérez Jiménez y Luis Felipe Llovera Páez.
La escena política tampoco jugaba a su favor. A su alrededor se alineó una oposición tan amplia como heterogénea —Iglesia Católica, Copei, URD, lopecistas, medinistas, empresarios y profesionales— que veía en los lideres de la Revolución de Octubre una amenaza a sus intereses y que no movió un dedo para detener el alzamiento. De esa inercia surgió el gobierno militar de 1948, que se proclamó legítimo amparado en el Comunicado n.º 6 de las Fuerzas Armadas y en las alocuciones de Delgado Chalbaud, que atribuían la intervención al desorden civil y pretendían transformar la ruptura en acto restaurador.
El peso adquirido entonces por las Fuerzas Armadas quedó en evidencia una década después. Tras la caída de Pérez Jiménez en 1958, se mantuvo vigente la Constitución de 1953 —y no la de 1947— hasta la promulgación del texto de 1961. Como explica Jesús María Casal en Apuntaciones para una historia Constitucional de Venezuela, los militares rehusaron revivir la Carta Magna del 47 porque la asociaban con una etapa de conflictividad política que repudiaban; y hacerlo equivaldría a admitir la ilegitimidad de todas sus actuaciones desde 1952.
Fue a la luz de esas lecciones que la dirigencia civil comprendió, al fin, que la relación con los militares debía asentarse en otra lógica: el militar respeta al poder civil cuando percibe liderazgo moral, solvencia intelectual, unidad política y respaldo internacional. A esto se suma el conocimiento preciso de los asuntos castrenses, como lo demostró sin vacilar Rómulo Betancourt a partir de 1958.
En definitiva, este recorrido demuestra que una democracia de gran calado perdura únicamente cuando el sector militar y el civil convergen en un mismo compromiso institucional compartido. Así ocurrió a partir de 1958, cuando el respeto recíproco y la amplitud de acuerdos —como el Pacto de Puntofijo—blindaron el proceso político y dieron estabilidad al país.
Los venezolanos estamos convocados —hoy más que nunca— a asumir las lecciones de nuestros aciertos y a no repetir nuestros errores.